A tan solo horas de enfrentarse al Congreso en un debate por cuatro mociones de censura, Gustavo Adrianzén presentó este martes su renuncia irrevocable a la Presidencia del Consejo de Ministros. Lo hizo desde Palacio de Gobierno, flanqueado por la presidenta Dina Boluarte y su gabinete, en un acto que, más que gesto de responsabilidad, revela el colapso de su capital político y la soledad creciente del Ejecutivo.
“Pensando en los altos intereses de la patria…”, dijo Adrianzén, en un mensaje cargado de tono solemne y agradecimientos, pero sin autocrítica ni mención explícita a los hechos que lo llevaron al borde del abismo. La decisión de apartarse del cargo ocurre en un contexto de creciente desgaste por parte del oficialismo y tras haber perdido en tiempo récord el respaldo de las bancadas que hasta hace poco lo sostenían.

Una salida marcada por la presión política
La renuncia de Adrianzén no es un acto aislado, sino el desenlace previsible de una serie de escándalos mal gestionados por el Ejecutivo. El más reciente y grave: la masacre de Pataz, donde 13 trabajadores mineros fueron asesinados pese a las advertencias de secuestros en la zona. En su momento, el premier minimizó las denuncias en conferencia de prensa, asegurando que no existía ningún rapto. La tragedia terminó por dejarlo sin margen de maniobra.
Paralelamente, su defensa cerrada a la presidenta Boluarte en el caso de las cirugías estéticas ocultas al Congreso le restó credibilidad. Si bien insistió en que las operaciones eran por salud, posteriormente el propio cirujano plástico Mario Cabani desmintió dicha versión. Su narrativa se desmoronó ante la opinión pública y dentro del Legislativo.
A ello se sumó el polémico intento de justificar un aumento salarial para Boluarte por encima de los S/ 35,000 mensuales, bajo el argumento de que su sueldo era “inferior al de un director general”. El intento de blindaje técnico a una medida impopular terminó de aislarlo incluso entre aliados.
El tiempo político se le agotó
Adrianzén, el tercer premier del gobierno de Boluarte y el segundo con mayor permanencia (14 meses), llegó al cargo como un articulador técnico y dialogante, pero terminó siendo como el escudero de una presidenta cuestionada y políticamente debilitada.
Su renuncia no solo busca evitarle al Ejecutivo el desgaste de una censura formal, sino también controlar el relato: se va “por el Perú”, pero en realidad se va porque ya no tenía cómo sostenerse. Las bancadas que lo blindaban le soltaron la mano, y con ello, el Congreso estaba listo para cobrarle factura.
“No he cometido actos de corrupción”, insistió. Pero su caída no se debió a delitos comprobados, sino a errores políticos acumulados, defensas insostenibles y una desconexión creciente con la ciudadanía.
¿Qué sigue?
La renuncia de Adrianzén obliga al Ejecutivo a recomponer su equipo ministerial en medio de una crisis de gobernabilidad. El reemplazo deberá ser alguien que no solo recupere puentes con el Congreso, sino que tenga capacidad real para gestionar un país asediado por la inseguridad, la desconfianza y el hastío social.
Por ahora, la narrativa del “lo hicimos por el Perú” choca con la lectura mayoritaria del país: lo hicieron tarde, mal y en piloto automático.



